Yo nunca me he creído guapo. Ni siquiera cuando vivía allá, en África, sin que hubiera ninguna persona que me mirara y diera su opinión sobre mí. Me bastaba ver a los demás hipopótamos para darme cuenta de que tenemos la cabeza demasiado grande, los ojos demasiado pequeños, las patas demasiado cortas y la tripa demasiado gorda. Tanto, que nos arrastra por el barro al andar. Pero no me importaba. ¡Estábamos tan contentos, chapoteando en el lago durante el día y saliendo por la noche a comer la rica hierba de la orilla!
A veces nos pegábamos un susto. Esto sucedía cuando los nativos aparecían con sus largas lanzas para darnos caza. Les gusta nuestra carne y venden nuestra piel, tan gruesa que sirve para muchas cosas, y la grasa que nos hace tan gordos. Claro que sabíamos defendernos. Bastaba con meterse en el agua, lejos del peligro; pero había que hacerlo de prisa, y con nuestras patas tan cortas, no siempre resulta fácil. Eso me pasó a mí. No pude correr lo suficiente y me atraparon para traerme a este zoológico donde estoy ahora.
Parece que a la gente le divierte mirar a los animales. Pero a nosotros, lo puedo asegurar, no nos divierte nada mirar a la gente. Y eso que hay personas bastante raras. Y además de raras, poco educadas. Se paran delante del lugar que me han dado por casa y dicen:
—¡Qué cabezota tiene!
—Si quisiera ponerse sombrero, no encontraría ninguno de su medida.
—¡Y qué ojos tan pequeñitos!
—Yo creo que no tiene ojos...
Cierto que peso unos tres mil quinientos kilos pero a mí me parece que está feo señalar, tanto si uno es gordo como si es flaco, cojo, negro o jorobado.
El domingo pasado vino una pareja al zoo. Ella comía un helado. Iba sacando cucharaditas de un vaso de plástico y se las metía en la boca despacio, para que le durara más. Él fumaba. Yo antes no sabía qué era esa tontería de chupar un tubito blanco del que sale humo, pero ahora veo que lo hace mucha gente.
—Se parece a tía Federica —dijo la chica del helado.
—No —contestó el muchacho—, tu tía es más gorda.
Ella, en vez de enfadarse, se echó a reír.
—Si yo me pusiera así, ¿seguirías saliendo conmigo?
—Tú come helados a todas horas y ya verás —dijo él, como si su opinión tuviera importancia.
La chica rebañó el fondo del vaso y en seguida lo tiró, junto con la cucharadita, al agua de mi estanque.
—Lo que no se puede negar —dijo, después de pasarse una mano por los labios para limpiar un resto de helado— es que es muy feo.
Hablaba de mí, claro.
—Feo sí es —respondió el muchacho—. De lo más feo que he visto en mi vida.
Y con un gesto muy hábil de sus dedos índice y pulgar, hizo que el resto del tubito volara directamente hacia mí. Cerré los ojos porque, por muy pequeños que los tenga, podía ocurrir que la brasa todavía encendida se me metiera en uno de ellos. Por suerte no fue así. Me dio en la espalda. Y a mí, que una brasa me dé en la espalda, aunque sea grande... Como si nada, vamos.
Rebotó y fue a caer también al agua donde quedó flotando junto al vaso, la cuchara y tantas otras cosas que los visitantes tiran, no sé con qué misterioso fin. A lo mejor, para divertirse. Pero si se divierten así, además de ser tan criticones, a mí me parece que los feos son ellos.
Pero no todos, las cosas como son. Después, estaba yo durmiendo la siesta, cuando me despertó la voz de una niña.
Pero no todos, las cosas como son. Después, estaba yo durmiendo la siesta, cuando me despertó la voz de una niña.
—¡Mira, mira lo que hay aquí!
Abrí un ojo y vi a una niña gordita que iba con un chico, también gordito, que trataba de leer el nombre escrito en la valla de mi casa del zoo.
—Hi ... po... tó...
—No —corrigió la niña—. Es hi... po... pó... ta... mo.
— Muy bien —dijo una voz más fuerte.
Abrí el otro ojo. Junto a los niños vi a un hombre y a una mujer que estaban todavía más gorditos que ellos.
—Come sólo verduras —explicó el que debía ser el padre.
—¿Y sólo comiendo verduras está así de hermoso? —preguntó la madre.
—Ya ves...
La niña me tiró una galletita que no pude cazar al vuelo —ya he dicho que soy más bien lento—, pero que pesqué del agua. Por lo menos, era algo comestible.
—¿Te gusta, guapo? —dijo la niña mientras yo trataba de poner cara de satisfacción.
Aunque sea fácil de comprender que la galleta, tan pequeña, apenas si había dejado rastro en mi boca, tan grande, me habría gustado saber hablar para decirle con toda esta bocaza que lo mejor no era la galleta, sino que me hubiera llamado guapo.
Poco después aquella familia se marchaba. ¡A mí me pareció la gente más guapa y hermosa que había pasado por el zoo desde que estoy aquí!
"Animales charlatanes". (Carmen Vázquez Vigo). Editorial Noguer. 2000.
2 comentarios:
Esta historia me gusto mucho y muestra los verdaderos valores de las personas :)
La niña hizo al hipopótamo feliz :)
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