UN DÍA INFERNAL (2 DE 3)


La Cueva del Oso era una oquedad (en la que podrían caber unas 50 personas) que se adentraba dentro de una gran roca perteneciente a un macizo calizo existente a la orilla del río. Era un buen lugar para guarecerse de la lluvia y de una buena tormenta pues los rayos y truenos son peligrosos en las arboledas y aquel valle estaba plagado de alcornoques, hayas y pinos.

Nuestros muchachos se habían dirigido raudos y veloces a la Cueva del Oso dispuestos a no mojarse más de lo estrictamente necesario pero, ante la visión que sus estupefactos ojos contemplaban, no había duda que iban a pasar un mal trago. En la entrada de la cueva un enorme y gigantesco monstruo, mitad orangután, mitad águila, emitía unos gritos estremecedores.



—Ese bicharraco es un ser antediluviano de la época prehistórica de María Castaña –explicó Mariló, una chica rubia que no tenía miedo a nada ni a nadie pues no en balde había derrotado a tres mil controles de las mas variadas asignaturas venciéndoles siempre con nota de sobresaliente. Y continuó: Ahí donde lo veis es más inofensivo que un perrito pekinés.

—¿Esos perros ladran en chino o en japonés? –preguntó la pizpireta Juana, que siempre tenía una ocurrencia para cada ocasión aunque ésta fuera tan dramática como la que todos vivían.

—Javi –dijo María Belén, una mozuela guapetona y salerosa como todas las la clase–, tú que eres tan valiente y decidido, ¿por qué no te acercas al monstruo y le dices “buenos días”...?

—¡Un momento! –cortó el profesor utilizando su voz cual navaja de Albacete. Dejémonos de cumplidos y educación (sin que sirva de precedente) y refugiémonos en las tiendas de campaña. Ese monstruo será un angelito del Señor pero como sigamos aquí de palique y empapándonos nos van a salir más arrugas que a una momia egipcia.

—No se preocupe, profe, que acabo con el angelito en menos que canta un mudo –replicó Javi, pues estaba deseando demostrar a todos que a valiente y lanzado no había quien le pudiera en dos metros a la redonda.

Más no hubo acabado de pronunciar la última palabra (que por cierto, es llana y no va acentuada) cuando del cielo empezaron a caer todo tipo de paquetes envueltos en bellos papeles de celofán.

—Oh, qué bonito panorama! –exclamaron entusiasmadas al unísono Inma y María (¿o serían María e Inma?), dos hermanas gemelas que se parecían como dos gotas de agua Fontvella.

Aquel espectáculo era digno de grabarse con la videocámara de la señorita Teresa, la profe de Inglés que estaba ahora en Alemania visitando un colegio y así poder contar luego a estos mozos y mozas cómo se las gastan los students de la Unión Europea. Pero a falta de vídeo buena era la fotografía que Carmencita Paniagua se puso a hacer, justo cuando del primer paquete que había caído al suelo empezaba a salir un horrible lagarto con cara de Leonardo di Caprio. Carmen se negó a fotografiar aquel ser tan repugnante, aunque tuviera la imagen de su adorado ídolo y fue en ese momento cuando de los restantes paquetes empezaron a salir seres informes, nauseabundos, absolutamente impresentables.

—¡Mira, se parece a Goku! –exclamó Humberto, que veía Gokus hasta en la sopa del mediodía.

Los alumnos del profesor Juan Antº no sabían qué hacer. Cada vez estaban más empapados, aquellos seres les tenían rodeados y por si fuera poco el monstruo de la Cueva del Oso se acercaba decidido a intervenir en el festín.

—Profe, profe.... –empezó a sugerir balbuceando un chavalote con gafas de intelectual travieso que atendía al nombre de Francisco José– ¿por qué no les cuentas a estos bicharracos las andazas de Carlos I de España y V de Alemania y mientras te escuchan embobados escapamos a 300 por hora?

Todos asintieron con la cabeza pero mirándose unos a otros comprendieron que la situación si ya antes era desesperada ahora estaba definitivamente perdida.

—¿Donde está el profe? –se preguntó en voz alta Verónica, que en aquel momento no estaba hablando ni con Belén ni con Melissa, como le ocurría con frecuencia–. ¡Ha desaparecido!

—¡Pues estamos buenos! –dijo cabreado Iván, un mozuelo más noble que el pan de molde pero que a veces cantaba las cuarenta hasta al lucero del alba. Y continuó: ¡Éramos pocos y parió la abuela!

—¿Y qué ha sido, niño o niña? –preguntó despistado Francisco.

—Han sido unas decenas de repugnantes bichejos a los que les vamos a servir de merienda, cena y desayuno –respondió Laura, una espigada y serena joven capaz de plantear con muy pocas pero acertadas palabras el desastre de la situación.

—Yo vuelvo a inquirir: ¿Dónde está el profe? –repreguntó Vero muy angustiada.

—Habrá ido a comprar tabaco –contestó Juan Manuel.

—¡Que no fuma, hombre! –le replicó Belén. Que sólo come aceite virgen de oliva empapao en un bollo.

—Tú lo has dicho –la interrumpió Carmen López–. En menudo bollo nos ha metido. Con lo a gusto que estábamos en el cole mirando los posters de las “Espais Jers”.

—¡Yo me lo como! –exclamó Javi con su potente vozarrón.

—A quien, ¿al profe? –preguntó Melissa, que parecía estar pensando en las musarañas.

—¡Al bollo que tenemos aquí montao en este verde valle! –replicó valentudo el Javi.

Lo cierto es que la situación era tan angustiosa que no se comprende muy bien como se ponían a discutir nuestros amigos en que si eran galgos o podencos aquellos monstruos y seres tan belicosos cuando estaban rodeados por ellos a una distancia inferior a dos metros y treinta centésimas. El profesor, en efecto, había desaparecido como por arte de magia. La lluvia seguía cayendo pertinazmente y estaban tan mojados que cada uno ya pesaba el doble, por lo que difícilmente podrían correr. Y para mayor desesperación un ruido estremecedor, equivalente a mil olas marinas, iba cubriendo el valle en cuestión de segundos. Tan escaso tiempo que pronto pudieron observar como a lo lejos el río que atravesaba lateralmente aquel precioso lugar comenzaba a crecer de caudal de manera impresionante amenazando con arrastrar a todo bicho viviente que tuviera la mala fortuna de encontrarse en aquel valle de lágrimas.

—Voy a tragar más agua que el día que me metí por primera vez en una piscina para aprender a nadar –dijo pesimista Juan Carlos.

¿Qué se puede pensar en momentos tan dramáticos? ¿Qué recuerdos, qué detalles acudirían a aquellas mentes preadolescentes que se encontraban en una situación absolutamente caótica y desesperada?

Bárbara, no sabía bien porqué, recordó el árbol genealógico que había confeccionado en el mes de Noviembre. Alfredo estaba mudo, absolutamente con la mente en blanco, como si a todos los cientos de libros que habían pasado por sus voraces ojos, se les hubieran borrado de repente todas las letras dejándole el cerebro como una pasa. Jose Miguel se acordaba de su abuelo, Laura de su minicadena, Elías de su querida raqueta, Mariló de su profesora de gimnasia rítmica que le había invitado la siguiente semana a una exhibición ante el marajá de Kamalijá... En los momentos difíciles la mente se dispara hacia el inconsciente y uno no puede dominar sus pensamientos. Quisiera pensar en el peligro, en qué hacer ante las dificultades que se avecinan pero... esa cosa tan extraña que es el coco, nuestro cerebro, se pone el muy tonto a pensar en cualquier asunto de escaso interés o de hace varios años. ¡Cualquiera entiende a esta materia gris que Dios o la Naturaleza nos ha dado!


¿Qué pasará con nuestros empapados amigos? ¿Ocurrirá el milagro de San Cucufato y lograrán salvarse del ataque de los bichos de los paquetes, de la cruel amenaza del monstruo de la Cueva, del impresionante torrente de agua que el río del valle va a regalarles en cuestión de segundos? ¡Mucho milagro tendrá que haber para que la cosa acabe bien! ¡Esto no es una película! ¿Y el profesor Juan Antonio? ¿Qué habrá sido de él, tras su misteriosa y enigmática desaparición? ¡No os perdáis mañana el capítulo tercero y último de esta apasionante historia!

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