UNA MESA ES UNA MESA


Quiero contar algo de un anciano, de un hombre que ya no dice ni palabra, que tiene una cara cansada, demasiado cansada para sonreír y demasiado cansada para enfadarse. Vive en una pequeña ciudad, al final de la calle o cerca del cruce. Casi no merece la pena describirlo. Lleva un sombrero gris, pantalones grises, una chaqueta gris y en invierno un largo abrigo gris. Tiene un cuello delgado, cuya piel está seca y arrugada. 

En el último piso de la casa tiene su habitación. Quizás estuvo casado y tuvo hijos, quizás vivía antes en otra ciudad. En su habitación sólo hay dos sillas, una mesa, una alfombra, una cama y un armario. Sobre una mesa hay un despertador, al lado periódicos viejos y un álbum de fotos. De la pared cuelgan un espejo y un cuadro.

El anciano solía dar un paseo por las mañanas y otro por las tardes, hablaba unas palabras con su vecino, y por la noche se sentaba a su mesa antes de irse a dormir. Esto no cambiaba nunca, hasta en domingo era así... Y siempre, también, el tic-tac del despertador.



Una vez hubo un día especial, un día de sol, no demasiado caluroso ni frío, con trinos de pájaros, con gente amable, con niños que jugaban. "Ahora todo va a cambiar", pensó. Se abrió el botón más alto de la camisa, cogió el sombrero en la mano, aceleró el paso y se fue hacia casa muy contento.

Llegó a su calle, saludó a los niños, subió las escaleras, cogió las llaves del bolsillo y abrió su habitación. Pero en ella todo había permanecido igual: una mesa, dos sillas, una cama. Al sentarse volvió a oír el tic-tac del despertador. Toda su alegría desapareció por completo puesto que nada había cambiado. 

Al hombre le sobrevino una gran rabia. Se miró en el espejo y vio cómo enrojecía, cómo se achicaban sus ojos y cómo sus manos se volvían puños. Los levantó y pegó con ellos sobre el tablero de la mesa, primeramente sólo un golpe, luego otro, mientras gritaba...
—¡Esto debe cambiar! Esto debe cambiar!

Ya no oía el despertador. Luego empezaron a dolerle las manos, le faltó la voz y volvió a oír el despertador. Nada había cambiado.
—¡Siempre la misma mesa... —dijo el hombre— ...las mismas sillas, la misma cama y el mismo cuadro! A la mesa le digo mesa, al cuadro le digo cuadro, la cama se llama cama, y la silla se llama silla. ¿Por qué? —se preguntó—. Si, mirándolo bien, los franceses dicen a la cama "li", a la mesa "tabl", llaman al cuadro "tabló" y a la silla  "schees", ¡y ellos se entienden! Y los ingleses lo dicen de otra manera  y también se entienden...

Y siguió pensando en voz alta: ¿Por qué no se llama la cama cuadro?, Entonces el hombre  se echó a reír hasta que los vecinos golpearon en la pared y gritaron "¡Silencio!".
—Ahora habrá un cambio en mi monótona vida —gritó.

Y desde aquel momento empezó a decirle a la cama "cuadro ".

Estoy cansado, quiero ir al cuadro —se dijo— y por las mañanas se quedó a menudo largo rato en el cuadro y meditaba cómo iba a llamar a la silla, y llamó a la silla "despertador". Se levantó pues, se vistió, se sentó en el despertador y apoyó los brazos en la mesa. Pero la mesa ya no se llamaba mesa, ahora se llamaba alfombra. Así pues, por la mañana el hombre abandonaba el cuadro, se vestía, se sentaba a la alfombra, en el despertador y meditaba qué nuevos nombres pondría a las cosas de siempre.

Y tras pensar un buen rato escribió:

A la cama le diré cuadro. A la mesa, alfombra. A la silla la nombraré despertador. Al periódico, cama. Al espejo le diré silla. Al despertador, álbum. Al armario, periódico. A la alfombra la llamaré armario. Al cuadro, mesa. Y al álbum le pondré de nombre espejo.

Por consiguiente, desde aquel día, por la mañana se quedaba el anciano largo rato acostado en el cuadro, a las nueve sonaba el álbum, el hombre se levantaba y se colocaba sobre el armario para no helarse los pies, luego sacaba sus trajes del periódico, se vestía, miraba a la silla en la pared, se sentaba luego sobre el despertador, a la alfombra y hojeaba el espejo, hasta dar con la mesa de su madre.

Al hombre le hizo gracia todo aquello, entrenándose durante toda la semana y aprendiéndose las nuevas palabras de memoria. A todo le fue dando otro nombre. Él ya no era ahora un hombre, sino un pie, y el pie era una mañana y la mañana un hombre.

El anciano compró cuadernos azules y los llenó con nuevas palabras, y tenía mucho que hacer, y ya no se aburría. Ya no se le veía casi nunca en la calle.

Conforme aprendió para todas las cosas los nuevos significados fueron olvidándosele los viejos, los verdaderos. Ahora tenía un idioma nuevo que le pertenecía a él sólo.

De cuando en cuando soñaba ya en el idioma nuevo, traduciendo luego las canciones de los años escolares a su idioma, y las cantaba en voz baja. 

Llegó un tiempo en que había olvidado casi su antiguo idioma. Entonces tuvo miedo de hablar con la gente. Tenía que pensar largo rato cómo la gente le dice a las cosas.

Este cuento, amigos niños, no es un cuento alegre. Ha empezado triste y termina triste. El anciano del abrigo gris había conseguido acabar con su monótona vida gracias a su nuevo lenguaje pero -con el paso del tiempo- eso le llevó a no entender ya a la gente. Y ésto no era lo malo. Lo peor era que ellos ya no le entendían. Y por eso dejó de hablar con los demás. Se calló. Sólo hablaba consigo mismo. Ya ni saludaba.

"Cosas de niños". (Peter Bichsel). Adaptación del cuento "Una mesa es una mesa". Editorial Laia. 1981.

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