HISTORIA DE UNA LENTEJA

Me llamo Matilde y en mi anterior vida fui una lenteja regordeta, traviesa y muy coloradita ya que era tremendamente vergonzosa. Ahora vivo en forma de hierro dentro de la sangre de mi amigo Canelo y me lo paso la mar de bien viajando miles de veces por su cuerpo.

Algún día desapareceré  una vez consumido el hierro en que me he convertido pero hasta entonces esta mi segunda vida la estoy disfrutando muchísimo charlando con el corazón de Canelo, jugueteando con sus pulmones o haciendo cosquillas a sus orejas puntiagudas.



Todo empezó un día en que un pájaro carpintero se llevó al pico, por equivocación, un par de semillas de lenteja que estaban muy tranquilitas al pie de un árbol. Como estaban muy duras las escupió en medio del campo y allí quedaron  hasta que con la lluvia y la humedad empezaron a  crecer y vivir, levantando finalmente una casa de muchas ramas y hojas.

Meses más tarde nací yo y la verdad es que me lo pasaba estupendamente (yo es que soy muy divertida) con mi prima Lentejuela y mi hermano Lentejón hasta que un mal día vino el dueño de aquel campo y con su brazo peludo y fuerte nos arrancó y nos puso en una caja de cartón. Allí reinaba una total oscuridad.

Al día siguiente, junto con el resto de mi familia y de otras familias de lentejas que también había arrancado  de la tierra, me puso el muy bruto encima de un saco al aire libre. Tomé más sol que en toda mi vida y  me puse morenísima.

Pero lo peor ocurrió a la semana siguiente: me cogieron, me pelaron, me lavaron y me metieron en una cárcel. Quedé aprisionada en un bote de cristal junto a varios cientos de lentejas coloradas como yo. Apenas podíamos ver lo que había afuera pues un gran papel rodeaba al bote y en él se podía leer: “Lentejas El Campesino, si las prueba no las deja”.

Poco después metieron nuestro bote en una caja de plástico y se hizo la más completa oscuridad. Sólo escuchaba el sonido del viento, un leve ruido como de un motor y las voces de dos personas que de vez en cuando hablaban de las ganas locas que tenían de que llegase el viernes para dejar el camión en el garaje y descansar de tanto trabajo.

Cuando regresó la luz  vi que el bote estaba situado encima de una estantería junto a otros botes con miles de lentejas a mi alrededor. Por allí pasaba mucha gente  empujando un carrito en el que iban echando las cosas más extrañas.

Un día ocurrió lo que me temía: una señora fuerte y alta agarró el bote  y empezó a mirarlo muy atenta.

—Hum –dijo la señora- buena pinta tienen estas lentejas... Con un poquito de chorizo me va a salir un potaje de rechupete.

Yo no sabía qué era eso de “potaje” pero bien pronto lo descubrí. Al día siguiente doña Juana (que así se llamaba aquella señora) destapó el bote en que me encontraba y nos echó a todas en una olla llena de agua. Yo sé muy bien nadar así que no tuve miedo y quedé flotando pero algunas amigas mías se fueron pronto al fondo de aquel recipiente y las pobres se ahogaron. Más no tardé mucho en notar que aquello empezaba a ponerse calentito. ¡Y tan calentito! A los diez minutos todas estábamos quemándonos vivas. Menos mal que yo aguanto muy bien el calor así que pude darme cuenta cómo poco después algo alargado, muy gordo y bastante rojizo caía dentro de la olla y empezaba a ponernos la piel aún más roja. Aquello era un asco pero doña Juana debía pensar lo contrario pues en un momento le escuché decir:

—¡Qué bien huele este chorizo!

Cuando ya las fuerzas empezaban a abandonarme (yo era la única que quedaba aún con vida) el calor fue disminuyendo. Al rato,  una enorme cosa de forma ovalada me agarró y fui a parar a lo que aquella familia de degenerados hambrientos llamaba “un plato”. Cerca del plato, con unos enormes ojos azules, me miraba un niño que atendía al nombre de Roberto y al que doña Juana, su madre, no paraba de decirle:


—Prueba estas lentejas que son muy ricas, Roberto, y además tienen mucho hierro y calcio, que ya sabes que es bueno para los huesos y la sangre.
—No me gustan las lentejas —decía el tal Roberto—. Están muy malas.
—Pues te las vas a comer todas —le contestó doña Juana, bastante enfadada—. Y además te vas a quedar sin ver la televisión como te dejes una en el plato.

Me estremezco de miedo  cada vez que recuerdo lo que pasó a continuación. Aquel niño me metió dentro de una horrible cosa metálica (creo que se llamaba “cuchara”) y se la acercó a la cara. Yo estaba estremecida de miedo viendo aquellos blancos dientes  que lucían en su boca como afilados puñales y que amenazaban con hacerme pedacitos. La mano subió un poco más llevándose la cuchara a los labios.

—¡No, por favor, —gritaba yo desesperada— no quiero morir en la boca de este monstruo!

No hubo nada que hacer. No me oía. ¡Las lentejas somos tan pequeñitas y tenemos tan poca fuerza! Haciendo gestos de asco y de rabia, Robertito me metió boca adentro y otra vez volví a saber lo que era la oscuridad. Más, cuando empezaba a bajar por un enorme tobogán noté como una enorme fuerza me empujaba de nuevo hacia arriba y....

—¡Puaaaaggg!

Roberto me devolvió de nuevo al plato junto a mis otras compañeras.

A continuación, entre gritos de doña Juana, y lloros de Roberto, fui a parar al interior de una bolsa negra donde quedé mezclada junto a un montón de desechos y cosas inútiles: latas vacías, trozos de pan duro, cáscaras de plátano...Aquella humillación, acompañada de un olor muy desagradable, no la pude soportar y me desmayé. Cuando recobré el conocimiento mi forma ya no era de lenteja sino de gotita microscópica de hierro y me encontraba nadando en un líquido rojizo viajando contantemente por el interior del cuerpo de Canelo, un perro vagabundo y solitario que vive pobremente comiendo lo que encuentra en los contenedores y bolsas de basura. Ahora mi vida es más divertida y emocionante. A veces siento pena porque a Roberto no le gustaran las lentejas ya que estoy convencida de que su cuerpo es aún mucho más interesante que el de Canelo. En fin, ¡otra vez será!

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