EL NIÑO QUE SE COMÍA LAS PALABRAS

—Pepa, seré el salvador de las escuelas. Voy a comerme todas las palabras y así los niños me lo agradecerán. ¡Seré un héroe para ellos!

Lucas estuvo pensando durante un buen rato qué palabras se comería primero, a modo de aperitivo. Serían palabras cortas, de pocas letras, de esas que apenas tienen significado. Hacía una semana había empezado a estudiar las preposiciones: “a, ante, bajo, con, desde, según, contra ...”. Era una lata lo de las preposiciones, una larga lista que había que aprenderse de memoria.

Ya tenía todo preparado. A un tío suyo, que era panadero, le había pedido que le fabricase todas las letras del abecedario, todas las preposiciones y algunas palabras completas que no le gustaban mucho, como “miedo, soledad, amargura, lágrimas…”. Una vez las tuvo todas, comenzó su plan una mañana de sábado, en el desayuno. A un gran vaso de leche le fue añadiendo todas las preposiciones, las cuales descendían por su esófago con gran rápidez. Estaban ricas de sabor porque su tío era un panadero magnífico.



Cuando acabó con la última preposición (“tras”) decidió que no pararía ahí la cosa.

—Sí, acabaré con las palabras que menos me gustan. Y con ellas desaparecerán todos los deberes, mi cartera quedará vacía, ya no me suspenderán en Lengua Española ni en Inglés, ni en Mate, ni en nada, porque me comeré también la palabra “suspenso”. Y la palabra “suspense”, por si acaso, por si alguien se equivoca y la hace acabar en “o”.

Pero tenía que comprobar que no sólo las preposiciones estaban en su estómago sino que –lo más importante- habían desaparecido de los libros, de los anuncios, de los carteles… Abrió el primer libro que encontró y comprobó sonriente que entre algunas palabras había un breve espacio vacío. ¡Las preposiciones ya no estaban!

Decidido a continuar con su gran hazaña, habló de nuevo con su amiga Pepa, la cual ni le había contestado cuando la primera vez le comunicó su feliz idea de comerse algunas palabras. ¡Pepa pensaría que se había vuelto loco! 

—¡Qué fácil ha sido, Pepa! —le dijo Lucas, al tiempo que le enseñaba un libro y un periódico—. ¡Me he comido las preposiciones y han desaparecido!

Esta vez su amiga sí le respondió:

—¡Estás como una cabra!

—Me da igual lo que pienses de mí. En un mes acabaré con cientos de  palabras. Miles de palabras… Poco a poco me las comeré.

Lo que Lucas no sospechaba era que su acción comedora empezaría a complicar mucho las relaciones comunicativas de los hombres. Al día siguiente, cuando las preposiciones desaparecieron también del lenguaje hablado, al pedir el bocadillo para el colegio, dijo:

—Papá, ponme pan ggg mantequilla.
—Sí, Lucas, pero ¿qué te pasa? ¿Qué es ese ruido tan extraño? Te pondré el pan ggg mantequilla.

Ese día la Tierra se levantó sin preposiciones. ¡Qué desgracia! Ya no existía el pan «con» chorizo, ni el puente «sobre» el río, ni la tableta «de» chocolate, ni el mojarse «bajo» la lluvia... Lucas se las había tragado. Ya nadie era capaz de pronunciar esas palabritas que unían tantos nombres. Un desagradable sonido (ggg) salía de la garganta.

Lucas pensó en ser más selectivo y los siguientes días procedió a eliminar todas aquellas letras realmente molestas, antes de comerse las palabras que menos le gustaban. De este modo comenzó su gran banquete de las haches. «¡Qué rica sabía la hache!» Se deshacía en la boca con la saliva, era un poco efervescente y hacía cosquillas en la base del paladar. Había tenido una buena idea comenzado por esta letra muda pues los efectos de su desaparición sólo se notarían en el lenguaje escrito.

Y qué risa cuando al día siguiente su profesor de Lengua se puso a escribir en la pizarra. Ya no había haches: los «uevos», los «uesos», los «igos», «aoras» y «ojalatas» quedaron sin esa odiosa letra que siempre constituía un engorro, una pesadez. ¡Una letra muda! ¡Valiente estupidez! De ahora en adelante ya no causaría más problemas.

Nadie entendía lo que pasaba... Las preposiciones y las letras “h” habían desaparecido de los medios escritos. Pero la cosa no quedó ahí porque varios días más tarde Lucas decidió comerse los signos de puntuación. Aquellos símbolos del punto, la coma, la admiración y otras zarandajas ya no darían más guerra.

Entonces ocurrió lo que, en sus pocas luces, Lucas no había pensado: el mundo dejó de preguntar, nadie podía modular su tono de voz para hacer alguna pregunta, de modo que no existía ninguna respuesta. Desaparecieron los gritos, los suspiros, las admiraciones, las risas, las sorpresas...

Ya no había cambios de humor, ni podían expresarse sinceramente los sentimientos. La gente quedó sumida en un estado de tristeza, sin capacidad de ningún consuelo. Nadie se preguntaba ya por la razón de tan gran desastre pues no había interrogaciones. Las lágrimas caían silenciosas e insípidas.

Las policías más importantes de medio mundo, incluyendo a la Guardia Civil española, se pusieron en alerta pues sospecharon que algún ser súper inteligente, quizás un extraterrestre, quizás un terrorista, estaba poniendo en serios apuros a la raza humana. Pero las investigaciones no adelantaban.

Pepa habló una tarde con Lucas y le rogó que dejase de comerse letras y palabras. Si no lo hacía le denunciaría a la policía. ¿Es que era tan torpe como para no entender que las palabras y las letras son algo más que unos signos gráficos? Sin ellas la vida es tan triste, tan aburrida....

Lucas empezó a temblar al reconocer su gravísimo error. Entonces quiso enmendarlo pero no sabía cómo hacerlo. ¿Qué se te ocurre a ti para ayudarle? Envía un comentario y dínoslo…

1 comentarios:

Anónimo dijo...

me gusta leer. de christian

Publicar un comentario