LA NARIZ QUE HUYE

Érase una vez, no hace muchos años y, no en un lejano país, sino en nuestra misma ciudad, un señor muy remilgado que se llamaba don Ramón.

Habitaba Don Ramón en un bonito piso con grandes ventanales en la céntrica plaza de los Conquistadores, justo entre la Avenida Virgen de la   Montaña y la Ronda del Carmen.

Una bonita mañana de primavera, se levantó don Ramón de su cama, y como cada día, entró al cuarto de baño dispuesto a lavarse la cara para poder abrir los ojos antes de sentarse a desayunar las tostadas y el zumo de naranja que le había preparado su mujer. Pero de repente, al ir a mirarse al espejo... exclamó:
—¡Socorro! ¡Mi nariz!



En medio de su cara no había ninguna nariz, y en su sitio quedaba un espacio vacío. El señor Ramón, que todavía estaba en pijama, corrió al balcón con el tiempo justo para ver a su nariz que cruzaba la plaza y se dirigía a buen paso hacia la parada del bus, colándose entre los coches que subían y bajaban por la Avenida   de la Montaña. Don Ramón, desde su ventana gritaba:
—¡Alto, alto! ¡Mi nariz! ¡Al ladrón, al ladrón!

La gente miraba hacia arriba y se reía:
—¿Le han robado la nariz y le han dejado el coco? Mal asunto.

A Don Ramón, no le quedó más remedio que bajar a la calle y perseguir a la fugitiva, mientras sostenía un pañuelo delante de su cara como si estuviese resfriado. Desgraciadamente, llegó apenas a tiempo para ver cómo arrancaba el bus de la línea 8. Don Ramón empezó a correr junto al bus, pretendiendo que parase de nuevo o quizá llegar al mismo tiempo que el vehículo a su siguiente parada, es decir delante del Edificio de Correos y allí interceptar a la fugitiva nariz. La gente que caminaba por las aceras y también quienes iban dentro del bus, le gritaban:
—¡Ánimo, Ánimo!

Sin embargo el autobús iba cogiendo velocidad y el conductor no tenía ninguna intención de parar para que don Ramón recuperase su nariz, y el pobre Don Ramón se fue quedando atrás jadeando, en pijama y sin aliento.
— Espere al siguiente autobús —le gritó una señora—. Pasa uno cada media hora.

El señor, descorazonado, estaba a punto de regresar sobre sus pasos, cuando vio a su nariz   que subía hacia la calle Larios colgada del bolso de una señora.
—Así que no subiste al autobús, ¿no? Sólo querías gastarme una broma. ¿Pero, adónde vas? —preguntó Don Ramón acercándose peligrosamente al bolso.

La nariz no contestó siquiera sino que puso gesto de enfado y se coló enseguida dentro del bolso de la mujer, escapando así al zarpazo de don Ramón, pero la señora que llevaba el bolso creyó que aquel hombre del pijama y la cara roja y sudorosa, quería robárselo y comenzó a dar gritos y a acusarlo y don Ramón muy humillado tuvo que volver a casa sin su nariz.

El pobre hombre se encerró en un cuarto y pidió a su mujer que no dejara entrar a nadie, y así pasó muchos días sin hacer otra cosa que mirar en el espejo su horrible cara sin nariz.

Pasaron muchos días y la mujer de don Ramón, cansada de llevarle a su marido remedios, y narices postizas, sin que nada le agradase ni causase efecto, decidió que era el momento de seguir con su vida cotidiana, pues, porque su marido se encerrase para siempre, no iba a hacer ella lo mismo, y así, el miércoles anterior al carnaval salió tempranito de su casa para visitar el mercadillo que siempre le había gustado tanto y al que no había vuelto desde la tragedia de su esposo.

Parecía que toda la ciudad se preparaba para el Carnaval, en el mercado abundaban los puestos de disfraces y también de artículos de broma, y así fue como en un puesto pequeñito, rodeada de bigotes de pelo artificial, pelucas, labios de goma, colmillos de vampiros, caretas, parches para ojos y otras muchas cosas, la esposa de don Ramón descubrió una nariz. Era la nariz de su marido. Pudo reconocerla fácilmente por el lunar que tenía en el lado derecho y aquella pequeña cicatriz de la puntita, de aquella vez cuando era niño y un gallo le dio un picotazo..., pero esa es otra historia. Había encontrado la nariz de su marido y así se lo dijo a la señora del puesto:
—Esta es la nariz de mi marido que la perdió hace ya más de un mes, así que me la llevo.

Pero la mujer del puesto, se negó rotundamente:
—De eso nada. La nariz es mía que para eso está en mi puesto. Y sólo podrá llevársela si primero me la paga.

A la mujer de don Ramón esto no acababa de parecerle justo, pero aceptó:
—Está bien ¿Y cuanto pide por ella?
—Teniendo en cuenta que no se trata de una nariz de plástico, ni de goma, ni de látex, sino que es de carne y hueso, vale.... tremendamil euros.

El precio era una barbaridad pero la mujer de don Ramón decidió que la vida de su marido sin esa nariz no era vida, así que fue al cajero más cercano, vacío su cuenta y pagó por la nariz lo que la tendera había pedido y sin regatear siquiera.

Cuando llegó a casa, entregó la nariz a su marido, contándole cómo y dónde la había encontrado y sobre todo, cuánto había tenido que pagar por ella, rogándole que por favor no la perdiera de nuevo porque pagar otra vez tan cuantioso rescate supondría la ruina para toda la familia. Don Ramón tomó la nariz en sus manos temblorosas y le preguntó llorando:
—¿Pero por qué te fuiste? ¿Qué te hice?

La nariz le miró de reojo, arrugándose de disgusto y dijo:
—Oye, no te metas nunca más los dedos en la nariz. O por lo menos, córtate las uñas.

Así que niños y niñas, ya sabéis, si no queréis perder vuestra nariz, tratadla con cariño y con higiene.

"Cuentos por teléfono". (Gianni Rodari). Editorial Alfaguara. 2000.

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