EL TELEVISOR


El 17 de enero, a las 18,30, el niño Juan Pedro Binda, llamado Jip, de ocho años de edad, puso la televisión, se quitó los zapatos y se acurrucó en un sillón. A su derecha, su hermano menor Felipe Binda, llamado Flip, de cinco años, se había instalado en otro sillón. Para estar más cómodo también se había quitado los zapatos, dejándolos tirados en el suelo.

Nuestra historia empieza a las 18,38, cuando, de pronto, Jip sintió en las piernas un extraño hormigueo, algo así como un fuerte picor, pero dentro, debajo de la piel.

A las 18,39 Jip se sintió atraído por una fuerza misteriosa. Se despegó del sillón, y, como un cohete lanzado al Cosmos, flotó un instante en el aire y ¡se precipitó de cabeza dentro del televisor!



Apenas tuvo tiempo para protegerse tras unas rocas de las flechas indias que silbaban por todas partes. Desde allí miró asombrado la habitación, el sillón, la alfombra donde habían quedado sus zapatos Y el otro sillón desde donde Flip lanzaba gritos de perplejidad .
—¡Demonios! ¡Recontrademonios! ¿Cómo lo has hecho? ¡Ni siquiera has roto el cristal!  Pero si estás dentro de la pantalla como Águila Roja… ¿Por dónde has entrado?
—No sé por dónde he entrado, Flip.
—¡Demonios!  ¡Recontrademonios! ... Bueno, apártate un poquito, que no veo.
—Te crees muy listo, pero estás ahí, tan tranquilo en tu sillón.
—¿Ah, sí?  Pues ahora mismo apago la televisión y te hago desaparecer.

Flip se levantó de su sillón y corrió hacia el televisor con la mano extendida.
—¡Nooo! —gritó Jip  con todas sus fuerzas— ¡Socorro, mamá!
—¿Qué pasa? —preguntó la señora Binda, que estaba planchando en la cocina.
—Flip quiere apagar la televisión.
—Flip, no seas malo —dijo la madre con paciencia.
—Es que él se ha metido dentro del televisor.

La señora Binda pensó que había llegado el momento de intervenir.  Suspiró y dejó la plancha en la mesa.  Se detuvo al llegar a la puerta del comedor.
—Jiiip! ¡Hijo de mi vida! ¿Cómo se te ha ocurrido hacer  eso?
—Yo no he hecho nada, te lo prometo... —sollozó Jip. Yo estaba sentado, muy quietecito...

En mitad del escándalo irrumpió en la habitación, de regreso del Banco, el contable Antonio Binda, el padre.
—¡Vaya! ¡Qué agradable es llegar a casa!  —dijo.
—No te preocupes —se apresuró a decir la señora Binda—. El técnico va a llegar de un momento a otro.
—¿Para qué va a venir el técnico? ¡No me digas que se ha vuelto a estropear la lavadora!
—No, es por Jip...
—¿Jip? ¿No me habrá vuelto a estropear la máquina de afeitar, como la semana pasada?  Y, por cierto, ¿dónde está Jip?
—Aquí estoy, papá —susurró Jip con una vocecita muy débil.

El contable Binda miró al televisor, de donde parecía salir la voz, y se quedó de piedra...
—Esto es una enfermedad, una terrible enfermedad —dijo el señor Binda. El otro día leí en un periódico un artículo que hablaba de un caso como éste, del que había sido víctima un abogado... Este señor se había apasionado de tal manera por la televisión que sólo vivía para ella, sin hacer caso a su familia, a su trabajo ni a nada.  Siempre estaba pegado al aparato para no perderse ni un programa.  Todo lo veía: teatro, cine, conferencias, publicidad, documentales... Lo mismo que Jip y Flip.
—¿Y qué pasó?
—Pues que el abogado también se cayó dentro del televisor. Estuvo allí tres días.
—¿Y cómo consiguió salir?

El señor Binda se quedó quieto, sin contestar.  Luego, como si hubiera tenido una inspiración, salió al rellano de la escalera y llamó a casa del vecino de enfrente, el abogado Próspero.
—Buenas noches, señor Binda.  Pase usted. Estoy viendo el Barça-Madrid. ¿Puedo servirle en algo?
—¿Me podría prestar su televisor unos momentos?

Le explicó en pocas palabras la situación y añadió:
—En el periódico decían que para acabar con la enfermedad basta con poner otro televisor frente al del enfermo. Éste se siente inmediatamente atraído por la nueva pantalla y sale disparado para precipitarse en ella.  En el momento mismo en que la  víctima flota en el aire, se apagan a la vez ambos televisores y ya está; al cesar la   atracción, el enfermo vuelve a la realidad.

Empezó el experimento.
—Cuidado —dijo el señor Binda—. Cuando yo dé la señal apagáis la televisión. Pero mucho cuidado, que ha de ser en momento exacto. Tú —añadió dirigiéndose a su telehijo— concéntrate lo más que puedas en la pantalla del vecino.
   
Jip obedeció. Inmediatamente volvió a sentir el hormigueo con que había empezado su aventura. Se balanceó como un cohete, salió de  la pantalla y cruzó la habitación a una velocidad supersónica. Por desgracia, el señor Binda, fascinado  por el espectáculo, se olvidó de dar la señal y Jip se precipitó en el televisor del abogado Próspero y desapareció en él.
—¡JiP! ¡Jip! ¿Dónde estás? ¿Te encuentras bien, Jip?

En las pantallas dos boxeadores se daban de puñetazos. Pero de Jip, ni la sombra.
—De prisa.  Miremos en otros canales.

Allí lo encontraron: en el canal donde echaban el Barça-Madrid. Iba corriendo por el campo mientras varios guardias de seguridad corrían detrás de él para cogerlo. El partido estaba interrumpido. Messi y Cristiano charlaban sobre lo que veían y Jip se acercó y se abrazó a los dos. En casa de los Binda sonó un gran aplauso. En ese momento salió del televisor, dando un grito, el bueno de Jip.
—Hola, familia, ¿qué? ¿viendo el Barça-Madrid?

"Jip en el televisor". (Gianni Rodari). Editorial Lumen. 1.964

1 comentarios:

Anónimo dijo...

jaj

Publicar un comentario