-TOÑÍN!
Ése soy yo.
Bueno, en realidad soy Antonio. Toñín soy cuando mamá me quiere pedir un favor o cuando tengo fiebre, pero sólo si es más de 38º.
—¡Toñín, cielo! ¿Te importaría pasar un momento por el tinte? Esta tarde es la boda de la prima Azucena, y hay que recoger mi vestido rosa.
—¡Jo! ¡Siempre me toca ... ! —empiezo a protestar.
Pero no termino, porque se me acaba de ocurrir una cosa.
—Y... volveréis muy tarde de la boda, ¿no?
—Pues...
—¡No importa! Miguelón me ha invitado a su casa esta tarde. Y me puedo quedar a dormir allí, así podréis regresar todo lo tarde que queráis.
—Hummm... —hace mamá.
Y eso quiere decir que no le gusta que vaya a casa de Miguelón y menos que me quede a dormir. Porque Miguelón es mayor que yo y dice tacos y una vez vino a casa y pegó chicle debajo de la mesa del comedor. Todo eso quiere decir «Hummm».
—Entonces, ¿puedo? Di que sí, di que sí, di que sí, di que sí... Venga, mami.
Para mí, mamá es mami cuando le pido algo o cuando tengo fiebre, incluso si es menos de 38º.
—Bueeeno -dice mamá-. Y ahora vete corriendo al tinte porque van a cerrar. Sabes qué vestido es, ¿no?
—Claro. El de todas las bodas. El cursi ese de los encajes, los flecos y los floripondios, ¿no?
—Tráelo con mucho cuidado -mamá hace como que no me oye-. No lo arrastres por el suelo... Pero tampoco lo vayas a llevar hecho un higo... y ojo con tocarlo con los dedos, que siempre los tienes pringosos... y...
Yo ya estoy en la tintorería y seguro que mamá sigue en la puerta de casa dándome consejos.
Llevo el traje de las bodas colgado del brazo como los toreros llevan el capote cuando salen a la plaza. Hasta por el color parece un capote. Rosa fosforito. Dicen que los colores brillantes atraen a los toros.
Lástima que por aquí no haya toros. Sólo hay un chucho callejero todo despeluchado. Aunque también le gusta mi capote. Corretea detrás de los flecos dando ladridos chillones.
Agarro mi capote con las dos manos y lo sacudo delante de él:
—¡Eh, toro! ¡Eh!
El toro se acerca corriendo al capote y yo se lo paso por encima con gran estilo.
—¡Olé!
No le ha hecho gracia. Se acerca otra vez corriendo y ladrando y yo vuelvo a extender el capote frente a él.
—¡Eh, eh!
Esta vez tarda un poco en salir por el otro lado del capote. Es decir, tarda mucho. Muchísimo. No sale. ¿Por qué porras no sale?
Levanto el capote y veo que el toro está enredado entre los flecos, mordiendo, tirando y volviendo a morder. Yo tiro de mi lado del capote con todas mis fuerzas, hasta que se oye un tremendo... JRAAAAAS!... y el chucho sale corriendo con un pedazo de tela rosa entre los dientes.
La catástrofe.
Los gritos de mamá se oirán en la China. Me encerrarán en mi cuarto por el resto del día. O por el resto del verano. O por el resto de mi vida. Me darán de comer agua y pan duro, pero sin el currusco, que es lo que más me gusta. Y lo peor es que esta tarde no iré a casa de Miguelón.
A no ser que... Que vuelva a casa con una historia tremenda. Resulta que yo habré corrido tanto peligro tratando de salvar el dichoso vestido rosa, que mamá se contentará con volverme a ver vivo.
«¡Mamá! ¡No sabes lo que me ha ocurrido! Me ha asaltado una banda de forajidos en plena calle. El jefe quería el vestido para su novia. Entre todos han tratado de quitármelo, pero yo no lo soltaba. Sólo que ellos tiraban tan fuerte que ... »
«¡Oh, hijo mío! ¡No has debido arriesgarte por un ridículo vestido rosa!», dirá mamá abrazándome.
No. No dirá eso. Dirá:
«¿Ya estás con tus embustes? ¿Me tomas por tonta? ¡Ven aquí, que te ... !»
Y, entonces, irá y me...
No, tendrá que ser otra cosa. Algo que ella se pueda creer.
¡Un león! Un león hambriento, escapado del zoo, que haya confundido los flecos de su vestido con una ristra de chorizos. Puede pasar, ¿no?
«¡Qué león ni qué ocho cuartos! -ya oigo gritar a mamá-. ¡Yo sí que estoy hecha un león ... !»
No. Tampoco vale. Mamá nunca cree nada que tenga que ver con leones o forajidos.
¡Mi tía Paquita! Mi tía Paquita es de verdad y tiene fama de envidiosa.
«Me he encontrado con tía Paquita en la calle. Cuando se ha enterado de que éste era tu vestido para la boda de Azucena, le ha dado tanta envidia que ha sacado unas tijeras de podar del bolso y, ¡ris-ras!, ha empezado a cortarlo por todas partes. Y como es mi tía no me he atrevido a decirle nada».
No. No colará. Tía Paquita vive en Murcia. Y siempre lleva unos bolsos tan pequeños que no caben dentro ni unas tijeras de uñas. Menos unas de podar.
Me dejo caer en un banco y me tapo la cara con las manos. No hay nada que hacer. Lo mejor será que no vuelva nunca a casa.
Y siguió Toñín hablando:
Pediré limosna para vivir y, si no me dan, me haré salteador de caminos. Gritaré:
—¡La bolsa o la vida!
—Ay, hijo, qué modales. Toma la bolsa.
Enfrente de mí hay una señora gorda y vieja que me tiende una bolsa de palomitas. ¡Glup! Se ve que he hablado en voz alta sin darme cuenta.
—No.... si yo... —tartamudeo— no quiero palomitas... Perdone, no le decía a usted... Es que...
—suspiro muy fuerte.
—¿Te pasa algo?
Me han dicho mil veces que no debo hablar con desconocidos. Pero cuando asaltas a una persona, aunque sea sin querer, deja de ser desconocida del todo. Además, si ya no voy a volver a casa, puedo saltarme todos los consejos a la torera.
¡Torera! Esa palabra me recuerda al chucho que se acaba de comer mi capote. Suspiro otra vez y le hablo de eso a la señora, que, bien mirado, no es tan gorda ni tan vieja.
—¡Bah! —dice ella—. No te preocupes, que eso tiene arreglo. Resulta que yo soy hada.
—¿Hada? —mi voz suena un poco incrédula.
—Sí, hada. ¿Qué pasa? —replica ella, algo picada.
Y ahora me parece que es más bien joven y para nada gorda.
—Explícame cómo era el capo.... digo, el vestido —me pide.
Yo le hablo de abalorios y encajes y saladitos y flecos. Sin olvidar los floripondios.
—¡Qué hortera! ¿No? —ríe el hada, que además de guapa es simpatiquísima.
Y con un gesto de la mano, sin varita ni nada, le va poniendo de todo al traje, hasta que queda como nuevo y todavía más horrible que al principio.
—¡Ya está! -me mira y sonríe.
Y yo, qué tonto, de pronto no sé qué decir. Ahora que la veo tan maja y tan enrollada, me da corte. Me pongo de pie y le doy las gracias todo colorado. No sé si darle la mano o darle un beso y, al final, no le doy nada y me voy andando cada vez más deprisa, hasta que acabo corriendo a toda velocidad.
—¡Antonio! ¿Eres tú? —grita mamá en la cocina.
—Sí, mamá. Aquí está el vestido.
—Gracias, Toñín. No lo has arrugado ni un poquito. ¡Pero cuánto has tardado! ¡Ya estaba preocupada! ¿Qué te ha pasado?
—¿A mí? Nada, mamá.
"Un barco cargado de cuentos...". (Varios autores). Editorial SM. 2002.
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