—¿Y por qué las mujeres tenemos que ir al trabajo en lugar de ir a la trabaja? No lo entiendo… Lo lógico es que el trabajo sea para los hombres y la trabaja para las mujeres.
—Eso es lo mismo que decir que los hombres deberíamos comer hamburguesos en vez de hamburguesas —le respondió el chico.
—Efectivamente... Igual que el ser humano se divide en hombres y mujeres, las palabras también deberían diferenciarse según y cómo…
—¿Estás queriendo decir que los chicos deberíamos sentarnos en sillos, dormir en camos y comer sopo con cucharo?
—Exactamente... Las sillas, las camas, la sopa y la cuchara deberían ser para las mujeres. —Tú estás loca, Manuela. ¡Vete al psiquiatra!
—Y tú al psiquiatro.
Aquellos dos jóvenes se levantaron, alejándose él del banco y ella de la banca. Entonces me senté yo y me dio por pensar. ¿Cómo es posible que una lengua tan importante como la nuestra tenga esos fallos y fallas tan gordos y gordas? Todo el mundo habla de que vivimos en un país libre y sin embargo se obliga a las mujeres a viajar en el metro (en lugar de en la metra) y a los hombres a subir al tranvía (en lugar de al tranvío).
Empecé a angustiarme porque –gracias a aquellos jóvenes- había descubierto lo imperfecta y cruela que era mi lengua (perdón, mi lenguo). Miré alrededor y vi a una chica leyendo un libro, lo que me pareció una cosa horrible porque debería estar leyendo una libra, y también vi a un hombre rascándose la rodilla, cuando lo suyo es que se rascara el rodillo. En estos pensamientos e ideos andaba yo con mi cabezo e inteligencio cuando se me acercó una abuela:
—Amigo, ¿podría darme fuega?
—¿A su edad y todavía fuma cigarras?
—Sí, señor, a mi edad, ochenta y seis añas, todavía soy capaz de correr las cien metras en doce segundas y cuatro centésimas.
—¡Está hecha usted una pantera! –le dije para hacerme el gracioso.
—¡Y usted un pantero! O un jirafo, porque es usted bien alto… Pero dejémonos de cháchara y deme fuega.
Entonces saqué un cerillo de mi bolsillo izquierdo y lo encendí, pero hacía tanto viento que se apagó al instante.
—Déjelo, señor, me fumaré la cigarra cuando llegue a casa.
Tras despedir a la abuela me fui a casa (a caso, quiero decir). Mi mujer estaba planchando una pantalona suya y un camiseto mío. Nos dimos un beso y una besa y me pidió que hiciera unas tortillas para la cena.
—Unos tortillos, si no te importa –le respondí-, puesto que me voy a ocupar yo del asunto. Si quieres tortillas las tendrás que hacer tú misma.
Entonces, mirándome como se mira a un extraterrestre, me dijo que no tenía hambre. Como yo tampoco tenía hambro me puse a leer el periódico. Fue cuando comprobé que aquella chica del parque tenía razón. En mi lectura periodiquil no se hablaba de hombres y hombras, tampoco de mujeres y mujeros, ni de futbolistas y futbolistos y mucho menos de caracoles y caracolas. Entonces mis ojos se abrieron como platos (si fuera una mujer diría “mis ojas se abrieron como platas”) al ver que aquella chica del parque y yo no estábamos solos en nuestra corrección del lenguaje. Escrito en el periódico vi un cito (antes, una cita) de un librito donde se decía lo siguiente:
Desde entonces comencé a adaptar mi lenguaje a las nuevas normas de manera que un día cualquiera comienzo levantándome del camo al ocho horo, me lavo y peino, desayuno lecho y un tostado de aceite y voy al trabajo más contento que un castañuelo. A mi mujer ya la he convencido de las ventajas del nuevo lenguaje así que ella, tras levantarse de la cama y desayunar una bocadilla de jamona con aceite, también se va a la trabaja más contenta que unas maracas. Antes de separarnos yo le doy un beso y ella me da una besa.
—Hasta las tres de la tarda, marida.
—Hasta el tres del tardo, esposo mío…
Desde hace un par de semanos me entra un tembleque y un canguelo cada vez que llega ese momento de la despedida porque pienso con mi cabezo inteligentil si no estaré haciéndolo mal. Siendo yo un hombre, ¿debería decirle “esposo mío” o “esposa mía”? y siendo ella una mujer, ¿debería decirme “marida” o “marido”? Así que desde entonces todos los díos acudo al psiquiatro a ver qué me dice el muy caroto pero, siéndoles sincero, lo único que estoy consiguiendo es volverme loco y arruinarme…
Historia fantasiosa escrita tras leer el articuento "La corrección en el lenguaje" de Juan José Millás. Editorial Seix Barrall, 2012.
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