UN EXAMEN CON ESPÍRITU DEPORTIVO (2 DE 2)


Ya en la segunda parte del examen, cuando los más avanzados empezaban a hincarle el diente y el bolígrafo a la frase de la pizarra, llegó el momento temido. Aunque don Arturo tenía puestos los ojos encima de Manuela, ya pillada copiando en otras ocasiones, esta vez fue Sergio quien ejerció el temido “juego sucio”.



—Sergio… Me parece a mí que hoy has dejado tu espíritu deportivo en casa. Estás copiando. —Y dirigiéndose a toda la clase, hizo un gesto habitual en los árbitros de baloncesto, el de “tiempo muerto” o “pausa”—. Se interrumpe el control durante unos momentos. Ese tiempo se descontará posteriormente.

La clase, que ya estaba en silencio, se quedó todavía más silenciosa. No me pregunten cómo se puede medir eso, pero así ocurrió.

—Querido Sergio: He dicho diez mil millones de veces, sin exagerar, que lo primero de todo es la deportividad y el juego limpio. Como estamos en un instituto bilingüe, también lo diré en inglés: fair play, amigo. No creo que sea correcto por tu parte el copiar en esta prueba. No sé porqué lo haces cuando no tienes ninguna necesidad pues el tiempo se está acabando y llevas contestadas dos preguntas de las diez. Sólo te engañas a ti mismo. Por otro lado, usar el el pañuelo como chuleta y aparentar que te has resfriado de golpe, no cuela, Sergio. No cuela. No sé si te has dado cuenta que el pañuelo con el que simulabas sonarte la nariz está lleno de tinta y no de mocos.


Los críos empezaron a reír sin parar. Cualquiera que hubiera entrado en esos momentos en el aula creería que los allí presentes se examinaban de “locura”. Quién sabe: cualquier día nuestros gobernantes la convierten en asignatura. Don Arturo se dio cuenta entonces que había metido la pata, que su indignación por la deslealtad de Sergio le había llevado a ridiculizarlo. Aquello había sido un grave error, aún sin quererlo, y en cuestión de segundos resolvió que había que hacer algo por subsanarlo.

—Una vez, hace ya bastantes años, pillé a un alumno copiando en clase. Le dije que en ese mismo momento le ponía un cero. En vez de reconocer su error me dijo que no merecía semejante nota, a lo que no tuve más remedio que contestarle que yo también creía que no se la merecía pero que el cero era la nota más baja que me permitía el Ministerio. Me di cuenta entonces que aquella gracieta no venía a cuento. No pretendí ridiculizar a aquel alumno tramposo pero desgraciadamente lo conseguí, aún sin querer. Le pedí perdón, reconociendo mi error, aunque lógicamente le mantuve el cero. Hoy, muchos años más tarde, me ha vuelto a suceder algo parecido. No añadáis con vuestras risotadas más leña al fuego, o sea, a mi equivocación. Igual que entonces, Sergio, te ruego perdones mi innecesaria alusión a la tinta y los mocos pues no era mi intención que el resto de la clase hiciese cuchufletas con ella. Pero, también igual que entonces, tu control va a tener la misma nota. Y ahora, antes de seguir con el examen, ¿alguien ha sacado alguna conclusión positiva de todo esto?

Como no podía ser menos, allí estaba levantada la mano de Martita, la chica prodigio de la clase.

—Profe, los árbitros se equivocan a menudo pero su autoridad —sujeta a la ley— debe ser respetada por todos los jugadores en el terreno de juego. Fuera del mismo, si lo desean, podrán ejercer las reclamaciones oportunas ante otras esferas deportivas.

Al viejo profesor se le humedecieron los ojos. Por tres razones. Primero, porque aquella niña tenía una inteligencia superdotada lo que le garantizaba miles de penalidades futuras en un país y sociedad donde lo que se premia frecuentemente es la burricie. Segundo, porque estaba enfadado consigo mismo pues quería a todos sus alumnos por igual y por nada del mundo —salvo error, como hacía un momento— podía dar la sensación de ridiculizar a alguno de ellos. Y tercero, porque se le debía haber metido algún objeto extraño en el ojo.

—Perdonadme, pero tengo que ir al lavabo inmediatamente. Se reanuda el examen, al que añado tres minutos de descuento.

Juro y rejuro, porque yo estuve allí, que nadie osó aprovecharse de la situación poniéndose a copiar como un loco. (O una loca). Cuando don Arturo regresó al aula el silencio se podía cortar con un cuchillo jamonero. Llegada la hora del pitido final, fue el propio Sergio Montoro quien pidió recoger todos los exámenes. Cuando los tuvo se los entregó al profesor aunque permaneció con uno en la mano: el suyo. Lo puso sobre los demás, sacó su bolígrafo del estuche y escribió un cero en el margen superior derecho. Entonces miró a los ojos de don Arturo y dijo con voz afligida:

—Lo siento, profe. No volveré a hacerlo nunca más.


Fue el momento esperado por la afición. Un aplauso sincero, emotivo y atronador brotó de aquellas manos adolescentes. Todos se pusieron en pie y siguieron dale que te pego, palma contra palma. El viejo profesor acarició tímidamente la cabeza de Sergio y comenzó también a aplaudir. Poco después volvió a reinar el silencio. Un silencio feliz, radiante, festivo.

De pronto se oyó la voz de Juanita, la ingeniosa:

—Profe, ¿qué demonios quiere decir “cuchufletas”?
—Es lo primero que vamos a hacer cuando regresemos a nuestra aula: averiguar qué diantres significa eso. Y qué significa “¡qué diantres!”.

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