FRANCAMENTE SOSPECHOSO (2 DE 2)


—¿Cree que soy un robot, inspector? 
—Algo peor. Estoy convencido de que usted es un extraterrestre. 
—Pero si son unos aparatos para mantenerme en forma… Son vibradores musculares, la última tecnología venida de Estados Unidos. Gracias a ellos no estoy tan paliducho como usted, señor comisario, y no tengo tanta barriga como usted, señor inspector.
—Tiene más chirimbolos rarísimos.
—Me encantan todos los aparatos modernos, muchos de los cuales he comprado en el extranjero. Tengo una batidora alemana, por ejemplo, a la que le echa usted un par de huevos por un lado y por el otro le sale una tortilla terminada que está para chuparse los dedos.
—Los peritos de la policía examinarán esas máquinas y emitirán su informe. Pero hay más acusaciones…



—¿Más? Pues si son tan tontas como las anteriores…
—Ninguna es tonta —le previno el inspector—. Se le acusa de recibir en su casa visitas sospechosas.
—Falso. Yo no recibo visitas de ninguna clase. Ya me gustaría pero mis relaciones sociales son escasas hasta que viva más tiempo en esta ciudad y vaya conociendo a más gente.
—Está mintiendo. Le tenemos vigilado y recibe numerosos visitantes. Acuden siempre de uno en uno y sus visitas son de corta duración. Cuando salen todos llevan un misterioso paquete. Seguramente armas y explosivos para cometer sabotajes.
—¡Qué estupidez! —exclamó el sospechoso, indignado.
 —¡Cállese! —le ordenó el comisario—. Sus visitantes tienen una pésima catadura: sucios y mal vestidos, con rostros tristes y apagados… Se parecen mucho a los delincuentes que constan en nuestros archivos como terroristas y maleantes. ¿Será capaz de negar esto cuando tenemos sus fotografías? ¿Negará ahora que usted no recibe visitas en casa?
—Yo no recibo visitantes de ninguna clase, comisario. Esas personas de las que habla son pobres que llaman a casa para pedir una limosna. ¡Hay tantos pobres en este país por culpa de la crisis! No son terroristas ni maleantes sino desgraciados a los que todo el progreso y la civilización de este planeta no han sido capaces de asegurar un pedazo de pan.
—¿Se da cuenta, jefe?—hizo notar el inspector al comisario—. La forma en que habla, “este planeta”, demuestra claramente que no es el suyo.
 —No diga sandeces —se enfadó el detenido—. Lo critico precisamente porque es el mío y me avergüenza que aún no hayamos sido capaces de acabar en él con la miseria. Tan avergonzado estoy que ayudo en lo que puedo. Esa es la razón de que muchos de esos desgraciados llamen a mi puerta: porque yo les doy todos los meses una limosna.
—Sí, ¿verdad? —desconfió el inspector—. ¿Y qué me dice usted de esos paquetes misteriosos que les entrega?
—Que contienen comida y ropa —contestó el detenido.
—¡Vamos, ande!
—Si se hubieran molestado ustedes en abrir alguno de ellos, hubieran podido comprobar el contenido: pan, algunos fiambres y algo de ropa.
—¿Pretende hacernos creer que reparte esos paquetes por amor al arte?
—No los reparto por amor al arte —corrigió el detenido al comisario—, sino por amor al prójimo.
—Amor al prójimo… ¿Pretende que nos creamos semejante tontería? Se ve que a usted lo han preparado perfectamente para que no podamos atraparle, pero de nada le servirá pues si los suyos son listos, nosotros tampoco somos tontos. Porque…—el comisario se mantuvo unos segundos en inquietante silencio— tenemos una prueba mucho más contundente. Se trata de un testigo.
—¿Un testigo de qué?

En aquel momento entró a la habitación un hombre que andaba encorvado, con un traje varias tallas por encima de su medida, los ojos con un brillo inquietante y un rostro mortecino y pellejudo en el que tanto la boca como los ojos eran sacudidos periódicamente por tics nerviosos.

—Buenas noches —saludó el visitante con voz apagada.
—Querrá usted decir buenos días —le corrigió el comisario.
—Desde aquel día, sean las once o las siete, siempre es de noche.
—¿Cree usted que este señor que aquí ve pudo ser el autor de aquella tragedia que le sucedió hace ahora un mes y medio?—le preguntó el inspector al recién llegado.
—El asesino de mi perrito Caniche era un hombre alto, como este señor. También tenía un color de piel parecido.
—En este país hay millones de personas con esas características, comisario —replicó el acusado—. ¿Estas son las pruebas tan contundentes que aporta su testigo?
—Hay algo más —dijo el testigo alzando un dedo hasta señalar al detenido—. ¡Sus ojos!
—¿Qué les pasa a mis ojos? —parpadeó el aludido.
—¡Son grandes! ¡Y oscuros ¡Y tienen un brillo muy especial!...¡Reconozco su mirada!
—Vamos, no sea majadero —se enfadó el sospechoso—. Yo a usted no le ha visto en mi vida. Habiendo en el mundo cosas tan bonitas, ¿cree que voy a perder mi tiempo mirando a tíos tan feos como usted?


—¡Fíjense en sus ojos! —invitó el testigo a los policías—. ¡No son como los nuestros! ¡Brillan mucho más!
—Pues ahora que usted lo dice —opinó el comisario después de fijarse—, creo que tiene razón. A mí me parecen muy brillantes.
—Y a mí —añadió el inspector—. A ver qué mentira inventa para explicarse eso.
—Ninguna mentira —explicó el sospechoso con naturalidad—. Es posible que mis ojos parezcan más brillantes que los de ustedes, porque llevo lentillas. Son mucho más cómodas que las gafas. ¿Quieren que me las quite para que las vean?
—¡No se fíen! —les previno el testigo, excitadísimo—. A estos tipos los montan artificialmente y pueden quitarse todas las piezas que quieran.
—Entonces –le dijo el comisario—, ¿está usted convencido de que este señor mató a su perro usando simplemente su brillante mirada? ¿Está usted convencido de que este señor es un extraterrestre?
—Convencidísimo. Cogió a Caniche y desapareció.
—¿Por dónde? —le preguntó el inspector.
—Por ninguna parte. Simplemente desapareció. Como si se hubiese desintegrado. Señores policías, es la verdad. Lo juro.
—¡Claro, hombre! —se indignó el detenido—. Este señor puede jurar cualquier insensatez porque está como una cabra. Me desintegré… Alehop, nada por aquí, nada por allá. Y maté a su perro con la mirada y luego me lo comí, una vez desintegrados ambos, poniéndole una guarnición de patatas fritas. ¡Pero cuánto lunático hay por estas tierras!
—¡Eso pretendéis los locos como tú! —empezó a gritar histéricamente el testigo—. Te desintegraste, que lo vi con estos tristes ojos. Como vas a desintegrarte ahora mismo…

Y sacando una pistola del bolsillo con inusitada rapidez, el testigo disparó contra el detenido sin que los policías pudieran hacer nada por impedírselo.

—¿Pero qué ha hecho usted?
—¡Castigar a quien se llevó a mi perro y demostrarles que procede de otro planeta! ¡Ahora se convencerán en cuanto le vean desintegrarse! ¡Fíjense bien!

El comisario y el inspector miraron al suelo, donde se había desplomado el detenido al recibir el balazo. Ambos policías permanecieron inmóviles unos instantes, contemplando aquel cuerpo inmóvil también.

—Pues no se desintegra —comentó por fin el inspector.
—Estará vivo aún —dijo el testigo.
—Tiene menos vida que una piedra.
—¡No puede ser! —empezó a lloriquear el testigo, dando saltos y aumentando todos sus tics nerviosos, lo cual le daba una apariencia de estar más loco que una cabra—. ¡Tiene que desintegrarse, tiene que desintegrarse!
—Sí, porque usted lo diga… Sujeta bien a este loco para que no se escape —ordenó el comisario al inspector—. Me temo que, por culpa de este locato, estábamos muy equivocados. Este hombre era un ser humano como nosotros, no un extraterrestre.
—Como nosotros, no —corrigió el inspector—: probablemente mucho mejor que nosotros. Porque nosotros no concebimos que alguien pueda vivir sencillamente, disfrutando de los placeres más simples de la vida: pasear por el campo, mirar las estrellas, comprar pájaros enjaulados para soltarlos, cuidarse físicamente, ayudar a los pobres y desgraciados… Nosotros desconfiamos de los seres verdaderamente humanos y los perseguimos con nuestras sospechas hasta que acabamos con ellos.
—Está claro que el testigo se ha equivocado al identificarle —trató de justificar el comisario—. Sí, este hombre era todo un ser humano y no un malvado extraterrestre. Algunos han visto demasiadas películas de marcianos.
—¡Miren, miren! —gritó en aquel momento el testigo, señalando con un dedo.
—Míralo tú —dijo el comisario al inspector, dirigiéndose hacia la puerta—. Yo sólo tengo ganas de que me trague la tierra.
—¡Comisario! —gritó el inspector—. ¡Fíjese!


El comisario se volvió hacia el punto que le señalaban. Y pudo comprobar, con la consiguiente sorpresa, cómo el cuerpo del sospechoso se desintegraba con rapidez, desapareciendo en el acto. Sobre el suelo sólo quedó la huella casi imperceptible de una leve quemadura.

(Adaptación libre del cuento "Francamente sospechoso" publicado en el libro "Cuéntaselo a tu tía" del escritor Álvaro de Laiglesia, Editorial Planeta 1969)

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