APARECIÓ EN MI VENTANA


OCURRIÓ, POCO MÁS O menos, hace dos meses. Se me olvidó entonces hacer una señal en el calendario, por eso hoy no puedo recordar el día exacto. Yo estaba asomado a la ventana de mi habitación porque me había cansado de estudiar. Debía aprenderme tres temas enteros de lenguaje para un examen que tenía al día siguiente: el séptimo, el octavo y el noveno. Eran tres temas aburridísimos. Se lo dije a mi madre cuando me trajo la merienda. 
—¡Son un rollo! 
—Siempre dices lo mismo —me replicó ella. 
—Pero esta vez es verdad. Tú misma puedes verlo si quieres  —y le tendí el libro para que pudiese comprobar que era cierto lo que decía. 
—Tengo mucho que hacer —me contestó mi madre—. Además, el que se va a examinar mañana eres tú.
—¡Eso ya lo sé! Pero me consolaría un poco saber que, al menos, reconoces que son un rollo. 

Mi madre se echó a reír, como si mis palabras le hubiesen hecho gracia; luego movió la cabeza y añadió: 
—Para ti todo lo relacionado con el colegio es un rollo.
—Todo no. Hay algunas cosas que... —pero mi madre no me dejó terminar. 
—Cómete el bocadillo y a estudiar. 

Cogí el bocadillo y lo miré desolado. Cuando iba a volver a protestar, mi madre ya había salido de la habitación. No obstante, grité: 
—¡No me gusta el jamón serrano!



RECONOZCO QUE FUE UN fallo tremendo por mi parte. Esas cosas no pasan todos los días. Debería haber hecho una señal en el calendario, haberlo anotado en mi agenda escolar, o en un cuaderno, o en un simple papel... Así, hoy, sabría exactamente qué día comenzó todo. Por mi mala cabeza, sólo puedo hacer conjeturas. Casi estoy seguro de que fue hace dos meses justos, pero tal vez fue un poco antes o un poco después... ¡Qué rabia me da no haberlo apuntado! Yo estaba asomado a la ventana de mi habitación con un bocadillo de jamón serrano. Como a mí no me gusta el jamón serrano, se me ocurrió una idea. Caminé despacio hasta la puerta, saqué la cabeza al pasillo y, tras comprobar que mi madre no andaba por allí, salí sigilosamente y entré en la habitación de las mellizas. 

Las mellizas son mis hermanas mayores. Una se llama Blanca y la otra Alba. Mi padre me explicó una vez que sus nombres significan lo mismo. Me dijo que había sido un capricho de mi madre y que, a pesar de que toda la familia se opuso, ella se empeñó y se salió con la suya. Yo nunca sé quién es Blanca y quién es Alba. No sé distinguirlas. Encima, me gastan bromas y me confunden todavía más. Por eso he decidido llamarlas, simplemente, mellizas. Las mellizas son idénticas. Tienen la cara redonda y colorada y están muy gordas. A ellas les encanta comer, incluso hasta el jamón serrano. 
—Mellizas —les dije—, os regalo un bocata de jamón serrano. 
—Ya nos hemos comido el nuestro —respondió una de ellas, mirando de reojo el bocadillo. 
—Pero no me negaréis que os apetece un poco más. Podéis partirlo por la mitad y... 
—No, no... —respondió la otra—. Si mamá se da cuenta, nos castigará. Tendrás que comértelo tú solo, sin nuestra ayuda. 
—Pero si es que a mí el jamón serrano se me hace una bola entre los dientes y no lo puedo tragar... 
—Además — añadió la que había hablado primero—, si no comes, te quedarás canijo. 
—Está bien —dije resignado—. Me lo comeré. Pero al menos dadle un mordisco cada una. 

Se miraron un instante y aceptaron mi proposición. 
 —Bueno —dijeron simplemente. Cuando abrieron la boca, yo empujé el bocadillo hacia adentro para que así los mordiscos fueran más grandes. 

HE INTENTADO MUCHAS VECES hacer memoria. Trato de recordar todo lo que hice: en el colegio, en casa, con los amigos... Y aunque logro recordar muchas cosas, no consigo localizar el día exacto en que ocurrió. A veces me he concentrado muchísimo. He cerrado los ojos y me he puesto a pensar. Pero lo único que aparece dentro de mi cabeza soy yo mismo, en la ventana de mi habitación, con un bocadillo mordido de jamón serrano. Trataba una y otra vez de comerlo, pero la visión de la loncha rojiza me daba mucho asco. Por un momento pensé abrir la ventana y tirarlo, pero inmediatamente recapacité y se me ocurrió otra idea. 

Volví a salir de mi habitación y volví a cruzar el pasillo, pero en vez de entrar en la habitación de las mellizas, lo hice en la de mis padres. Jesús Jerónimo, que es mi hermano pequeño, duerme en la habitación de mis padres. También su nombre fue un capricho de mi madre, que se empeñó en ponerle un nombre largo. Dijo a todo el mundo que para nombre corto ya estaba el mío, y que deseaba uno largo y sonoro. Hasta que le compren una cama, Jesús Jerónimo duerme en la habitación de mis padres, en la cuna. Luego, tendré que hacerle un sitio en mi habitación. Es muy pequeño. No sabe ni andar ni hablar. Se pasa el día babeando y haciendo pis. Parece un surtidor. Me acerqué hasta él y pude comprobar que estaba despierto. Al verme, comenzó a reírse y a hacer pedorretas con la boca. 

Mi madre dice que está echando los dientes y que por eso babea tanto. De vez en cuando le da una corteza de pan y Jesús Jerónimo empieza a chupetearla hasta que la deshace y se la traga. Es muy comilón. De seguir así, se pondrá tan gordo como las mellizas. Cogí un trozo de pan de mi bocadillo y se lo acerqué. Lo cogió enseguida con ambas manos y empezó a chuparlo. ¡Y de qué manera! Con un poco de paciencia, sería capaz de comerse todo mi bocadillo. Sin embargo, a los pocos minutos empezó a jugar con el pan. Ya no se lo llevaba a la boca y lo deshacía entre sus dedos tan pequeños. No podía consentirlo de ninguna manera, ya que mi madre, al ver las migas, lo descubriría todo. Con mucho cuidado, recogí todos los pedazos de pan humedecido y luego le arranqué el que sujetaba con sus manos. ¡La que organizó Jesús Jerónimo! Comenzó a berrear con todas sus fuerzas y, aunque lo intenté varias veces, no conseguí calmarle. Sus gritos se oían en toda la casa, por eso no tuve más remedio que salir corriendo y regresar a mi habitación. 

Y ALLI ME VUELVO a ver otra vez, junto a la ventana, mirando la calle, con un bocadillo de jamón serrano mordido y chupeteado entre mis manos. A veces se lo pregunto a las mellizas: 
—¿Vosotras recordáis qué día os dejé morder mi bocadillo de jamón serrano? 
—Fue un jueves —responde una. 
—No, yo creo que fue un lunes  —responde la otra. 
—Me refiero al día del mes —insisto. 
—Pues... debió de ser el once o el doce —dice la una. 
—No estoy de acuerdo. Debió de ser el tres o el cuatro. 

Ni ellas mismas se ponen de acuerdo. 

DESDE LA VENTANA DE mi habitación oí una conversación que tenía lugar en el pasillo. Hablaban mi madre y Sabina. Sabina es la empleada de hogar. Mi madre la llama «asistenta» y mi padre «chacha», pero ella me ha dicho a mí que no es ni asistenta ni chacha, que es empleada de hogar. 
—Sabina, ¿le has dado a Jesús Jerónimo un trozo de pan? —le preguntaba mi madre. 
—Sí... sí, señora —titubeó Sabina—. Pensé que le dolían las encías y que así se le pasaría. 
—Pues no vuelvas a hacerlo. ¿No ves que se podía haber ahogado con una miga? 
—Descuide, señora. No volveré a hacerlo. 

Al cabo de un rato, Sabina entró en mi habitación. Se acercó hasta mí y se quedó mirándome seriamente con los brazos en jarras. 
—¿Te parece bien darle pan a Jesús Jerónimo? —me preguntó. 
—Es que... no tengo hambre. Además... no me gusta el jamón serrano. 
—La próxima vez no volveré a encubrirte añadió. Me he ganado una buena regañina por tu culpa. —Perdóname, Sabina, no lo volveré a hacer. 

Me pasó la mano por la cabeza, revolviéndome todo el pelo, y luego me dio un beso. La vi sonreír con dulzura y aproveché la ocasión. 
—Anda, Sabina, da un mordisco a mi bocadillo. Sólo uno. Te aseguro que el resto me lo como yo. —¡Ay, qué chiquillo! 

Y cuando Sabina abrió la boca, yo volví a empujar el bocadillo hacia adentro. 
—¡Qué me vas a ahogar! —gritó ella con la boca llena. 

A VECES HE INTENTADO convencerme de que no tiene importancia. Al fin y al cabo, qué más da un día u otro. Pero a pesar de convencerme a mí mismo, me fastidia mucho no acordarme. No lo puedo evitar. Hay pocas cosas importantes, quiero decir realmente importantes, que te sucedan a lo largo de la vida. Yo he tenido la suerte de que, a pesar de que todavía soy pequeño, me haya sucedido una de esas cosas importantes. Y, claro, me irrita y me desespera haberme olvidado del día en que empezó todo. Creo que jamás me lo perdonaré. Tal vez la emoción que sentí entonces y los nervios, porque todo el cuerpo me temblaba de nervios, me impidieron fijarme en un detalle tan simple como el día en que estábamos. Y es que parece como si algo misterioso hubiese ocurrido en mi casa, porque aunque todos recuerdan cosas de ese día, nadie sabe decirme de qué día en concreto se trataba. No lo saben las mellizas, ni mi madre, ni Sabina, ni siquiera mi padre. 

Mi padre llegó poco después a mi habitación. Regresaba de trabajar y quería saber si estaba estudiando los temas para el examen del día siguiente. ¡Qué obsesión! A veces pienso que lo único que les interesa a mis padres es que apruebe los exámenes del cole. Y yo, la verdad, no tengo ningún interés en aprobarlos. No me gusta estudiar. Cuando sea mayor quiero ser fontanero, como Riky, el novio de Sabina. Él me ha dicho que, cuando yo cumpla dieciséis años, me enseñará el oficio. Se gana mucho de fontanero. Riky se ha comprado una moto fenomenal. Es una Kawasaki que corre a más de doscientos por hora. Algunas veces, Riky y Sabina me han dado una vuelta en la moto. Riky delante, Sabina detrás y yo en medio. Parecemos un bocadillo. Mi padre me dijo: 
 —¿Todavía no te has comido el bocadillo? 
—Ya me queda poco —le contesté, y le mostré el pedazo mordisqueado—. Hoy no tengo hambre. ¿Por qué no te comes tú lo que me queda? 

Mi padre miró el trozo de bocadillo y preguntó: 
—¿De qué es? 
—De jamón serrano. 
—Pero no se lo digas a tu madre. 
—Será un secreto entre tú y yo. 

Y mi padre, de dos bocados, se comió el resto del bocadillo. ¡Qué alivio sentí! 

SI, ESTOY SEGURO DE que algo misterioso pasó en mi casa, algo que les impide recordar. Y no sólo en mi casa, también en el colegio. Porque me he cansado de preguntar a todos los compañeros qué día tuvimos el examen de lenguaje de los temas séptimo, octavo y noveno. Sería un dato que me llevaría con toda seguridad a la fecha exacta, ya que todo empezó un día antes de ese dichoso examen. 
—No sé —responden unos. 
—No me acuerdo —responden otros. 
—Se me ha olvidado —responde la mayoría. 
—¿Será posible? —llegué a preguntar al profesor de lenguaje—.  Profe, ¿qué día tuvimos el examen de los temas séptimo, octavo y noveno? 
—¿El examen? ... —me respondió él—. Esto.... pues.... verás... Debería saberlo, pero... 
—¿Y no lo tiene apuntado en alguna parte? 
—Sí, debería tenerlo. La verdad es que yo tenía una carpeta clasificadora donde guardaba los exámenes y apuntaba todas esas cosas, pero la he perdido. No sé dónde puede estar. La he buscado por todas partes y no la encuentro. Menos mal que las calificaciones ya las había pasado a las fichas. 
—¡Qué fatalidad! 
— Si tienes tanto interés en saberlo, te puedo decir que el examen fue aproximadamente el... 
—Es que aproximadamente no me sirve. Necesito saber el día exacto. 
—Pues no lo recuerdo. 

¡Qué raro! Nunca había olvidado la fecha de un examen. Todo era muy raro o, al menos, a mí me lo parecía. 

Y TODO COMENZÓ a ser muy raro cuando una tarde, la víspera del examen de lenguaje de los temas séptimo, octavo y noveno, yo me encontraba estudiando en mi habitación. Había empezado a sentir sueño: la boca se me abría de vez en cuando y los párpados me pesaban como dos losas de piedra. De pronto, tuve la sensación de que algo se movía en el alféizar de la ventana y, claro, volví instintivamente la cabeza. ¡Y allí estaba! 

Cuando lo vi por primera vez, acurrucado, con ese cartel tan grande colgándole del cuello, creo que los ojos se me abrieron tanto que debieron de parecer dos platos. Me quedé paralizado, como si de pronto me hubiese convertido en una estatua de bronce. Durante varios minutos creo que sólo fui capaz de tragar saliva un montón de veces. Luego, mis piernas comenzaron a temblar, a pesar de lo cual fui capaz de dar un paso hacia atrás, eso sí, sin quitarle la vista de encima. Mil ideas pasaron en un instante por mi cabeza. No sabía qué hacer. ¿Abrir la ventana y dejarle pasar? ¿Llamar a mis padres para que lo viesen? ¿Avisar a la policía? Estaba muy confuso, sobre todo porque no sabía qué era lo que de pronto había aparecido en mi ventana. 

Dos meses después aproximadamente, claro, sigo sin saber por qué hice lo que hice. Es más, ya ha dejado de obsesionarme esta cuestión. Y lo que hice fue acercarme a la ventana, abrirla muy despacio y observarlo. Creo que fue entonces cuando me fijé por primera vez en sus ojos. Tenía unos ojos grandes y oscuros, y su mirada, profunda como un pozo sin fondo, era tierna y suplicante. Al cabo de un rato, lo invité a entrar con un leve gesto de mi mano. Él se incorporó despacio y, caminando torpemente, entró en mi habitación. Fue entonces cuando leí lo que ponía en el cartel que colgaba de su cuello:

“A quien me encuentre: Soy un ejemplar único de mukusuluba. No me meto con nadie, no asusto, no grito, no huelo mal. Soy tranquilo, pacífico y buen chico. No tengo nombre, puedes llamarme como quieras. Mi último dueño tuvo que abandonarme por... por... bueno, por algo que no viene al caso". Firmado: su último dueño.

"Apareció en mi ventana". (Alfredo Gömez Cerdá). Editorial SM. 1990.
En la ventana de Gil va a aparecer un ejemplar único de mukusuluba, un ser fantástico que no habla y que se alimenta de papel.  Su presencia va a trastocar su vida y la de su familia.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Dónde se puede encontrar un mukusuluba como éste? ¡Qué guapo!

Anónimo dijo...

Que cosa mas rara es ese bicho. mariangeles

Publicar un comentario