FRANCAMENTE SOSPECHOSO (1 DE 2)


—Ya les he dicho quien soy, donde vivo y todos los datos que me han pedido. ¿Puedo saber a qué viene todo esto?

En la voz del detenido se advertía cansancio y miedo. Era un hombre de ojos grandes y cara regordeta, con la cabellera demasiado negra y abundante para los cuarenta años que acababa de confesar. El comisario y el inspector, sentados enfrente de él al otro lado de la mesa, le miraban con desconfianza.



—Lo sabrá cuando comprobemos si todos los datos que nos ha dado son ciertos —contestó el comisario.
—¿Por qué van a ser falsos? —protestó el detenido—. Todos esos datos están en la documentación que acabo de entregarles. 
—Los documentos se pueden falsificar —rebatió el inspector— y ustedes son expertos en toda clase de falsificaciones.
—¿Por qué dice “ustedes”? ¡Pero si yo vivo solo y no conozco a nadie en esta ciudad! 
—Los suyos —aclaró el inspector secamente—son los que le han mandado aquí.
—A mí no me mandó nadie —contradijo el detenido—. Vine a esta ciudad porque me gusta. 
—¡Pero si es muy fea!—replicó de mala manera el inspector—. A usted lo que le interesa de esta ciudad no es su belleza sino la Fábrica de Elementos Espaciales. Por eso vive usted a las afueras de la ciudad, justo en las cercanías de la Fábrica.
—No vivo en las afueras por estar cerca de ninguna fábrica —rechazó el detenido—, sino por estar cerca del campo. 
—Pero todas las mañanas usted sale a pasear por los alrededores de la Fábrica —insistió el inspector.
—Yo salgo a pasear por el campo. ¿Tengo acaso la culpa de que en mitad del campo hayan construido esa fábrica? 
—Hay otras zonas campestres alejadas de la Fábrica… —sugirió el comisario.
—Sí, pero por allí pasa un riachuelo de aguas cristalinas, no contaminadas aún por los sucios residuos industriales y cuyas orillas tienen una alfombra de césped y flores silvestres. Hay lomas suaves cubiertas de arbustos que forman bosquecillos caprichosos… 
—Corte, macho —le interrumpió el inspector—. No sea cursi.
—Describo el escenario de mis paseos —se justificó el detenido—. Y me asombra que a un simple paseante, sin más delito que su afición a pasear, se le detenga como si fuera un delincuente. 
—No se le detuvo sólo por eso. Está el telescopio, por ejemplo —replicó el comisario.
—¿El telescopio? —repitió el detenido, parpadeando desconcertado. 
—El que tiene en la terraza de su casa —concretó el comisario—. Aprovechando uno de sus paseos, tan inocentes según usted, hemos practicado un registro en su domicilio.
—¿Con qué derecho? —protestó el detenido. 
—Con el que nos concede la Ley de Seguridad Nacional —le informó el comisario—, pues cuando hay motivos para sospechar que la patria puede correr un peligro podemos entrar en las casas ajenas.
—¿Qué pasa? —protestó el detenido—. ¿Un telescopio es un arma peligrosa? En las noches estrelladas salgo a mi terraza a mirar las estrellas…
—¿A mirarlas nada más?—preguntó el comisario, poniendo la cara muy seria.
—¡Naturalmente! ¿Qué otra cosa podría hacer? 
—Podría usted no mirar a todas las estrellas sino a una en concreto. Para comunicarse con ella… por medio de señales visuales.
—No estará hablando en serio, ¿verdad? —sonrió el sospechoso. 
—Yo no acostumbro a bromear con los detenidos —replicó el comisario.
—¿Y acostumbra a contarles novelas de ciencia ficción? Porque eso que acaba de decirme parece una novela de esas. 
—Tenemos indicios de la presencia entre nosotros de seres de otro planeta —dijo el inspector.
—¡Vamos, inspector! —se echó a reír el detenido—. No creerá que yo soy un extraterrestre, ¿verdad?
—No creo nada todavía pero su conducta nos parece sospechosa. Por eso le hemos traído aquí.
—¿Queeeé? —abrió mucho sus grandes ojos el detenido, demostrando una exagerada incredulidad—. ¡Pero esto es ridículo! Tan ridículo que no sé qué decir, no encuentro palabras… 
—Pues va a tener que encontrar muchas —le advirtió el inspector— para defenderse de todas las acusaciones que voy a hacerle. Porque sé cosas de usted mucho más sospechosas todavía.
—¡Todo esto es absurdo! —protestó el detenido a grito pelado—¡O están ustedes locos o me están tomando el pelo! 
—Del pelo le tomaremos algunas muestras más tarde —dijo el comisario sin inmutarse—, para que lo analicen en nuestros laboratorios.
—¿Van a analizar mi pelo? ¿Por qué? 
—Porque no es normal tampoco que un ser humano de 40 años, que es la edad que usted confiesa, tenga una cabellera tan abundante y sin una sola cana. Fíjese en el inspector y en mí: yo soy algo mayor que usted y el inspector es bastante más joven. Sin embargo, tanto él como yo estamos mucho más calvos; y el pelo que nos queda ya ha empezado a encanecer.
—Pero hay más pruebas —tomó el relevo el inspector—. Los pájaros…
—¿Qué pájaros? 
—Los que compra usted habitualmente en todas las pajarerías de la ciudad. Sabemos que, en menos de seis meses, ha comprado 328 pájaros.
—Bueno, ¿y qué? —se encogió de hombros el detenido—. ¿No puedo yo comprar pájaros? Les advierto que si mi fortuna me lo permitiese, compraría muchos más. Llegaría a comprar todos los pájaros que estuvieran a la venta. 
—¡Esto es muy raro! —dijo, mosqueado, el inspector—. Es raro que le gusten hasta el punto de comérselos enteros, con plumas y todo.
—¿Pero qué está usted diciendo? —protestó el detenido. 
—En el registro practicado en su domicilio no se encontraron ni rastros de los 328 pájaros que usted adquirió. No había ningún ejemplar vivo metido en una jaula, ni restos de ninguno muerto en la cocina.
—¿Y eso les hace suponer que me los comí crudos? 
—Crudos o fritos, pero completos, con plumas y todo —contestó el inspector.
—¡Qué bestia! —se llevó las manos a la cabeza el detenido. 
—¿Quién? —quiso aclarar el inspector—. ¿Usted por habérselos comido?
—No, usted por haber llegado a esa conclusión —replicó el detenido. 
—La conclusión del inspector es muy lógica —le apoyó el comisario—, puesto que todos los pájaros han desaparecido. Y a menos que usted pueda decirnos su paradero… dónde están…
—No puedo —confesó el detenido. 
—¿Lo está viendo?—se alegró el inspector—. No puede porque se los comió.
—No puedo —aclaró el detenido—porque yo compro los pájaros para devolverles la libertad. Y como cada cual se va por su lado, me es imposible decirles a ustedes un paradero completo. 
—Ahora es usted el que quiere tomarnos el pelo, ¿verdad? —le preguntó el comisario, respondiéndose él mismo—. No hay nadie en este mundo que se gaste un dineral comprándose pájaros carísimos, para darse el gustazo de echarlos a volar. Porque usted no compró gorriones corrientes sino ejemplares raros y caros.
 —Yo compré lo que había en las pajarerías sin fijarme en su raza o en su precio —explicó el detenido—. Nunca he podido soportar el espectáculo de esas pobres avecillas encerradas en jaulas minúsculas, contra cuyos barrotes se estrellan sus alas cuando intentan desplegarlas. Sufro al oír su llanto. 
—¿Cómo su llanto? —se burló el comisario—. Será su canto.
—No, señor. Porque los pájaros en jaulas no cantan: lloran. Así que libero a los que puedo de acuerdo con mis posibilidades económicas. 
—Usted no siente amor por los pájaros sino interés en estudiar todas las variedades de aves que hay en nuestro planeta.
—¿Para qué? 
—Para informar a los suyos. Están escondidos entre nosotros y saldrán algún día para destruirnos. Y cada vez estoy más convencido de que usted es uno de ellos.
 —Pero hombre, ¡por Dios! —trató de razonar el sospechoso—. Que a un señor le guste pasear por el campo, ver las estrellas y libere pájaros enjaulados, ¿es tan raro para suponer que ha venido de otro planeta? 
—Hay cosas más raras que usted ha hecho para despertar nuestras sospechas —replicó el inspector—. Explíquenos por qué tiene usted en su casa unos aparatos eléctricos tan extraños como sospechosos… Se los pega al cuerpo y vibran. Seguramente sirven para recargar sus baterías y para resistir las condiciones de vida en la Tierra.
—¿Cree que soy un robot, inspector? 
—Algo peor. Estoy convencido de que usted es un extraterrestre.

(CONTINUARÁ)

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Que interesante☺☺

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