Hace mucho tiempo un grupo de jóvenes decidió compartir algo de la alegría de la Navidad. Se habían enterado de que esas fechas varios niños las pasarían en el hospital del pueblo debido a serios problemas de salud. De manera que uno de ellos se disfrazó de Papá Noel, luego compraron varios regalos, los envolvieron, y acompañados de varias guitarras y panderetas, aparecieron por sorpresa en el hospital en la Nochebuena.
Los niños festejaron alborozados la visita de Papá Noel; cuando el grupo de amigos terminó de distribuir los regalos y de cantar sus villancicos, todos los ojos estaban llenos de lágrimas de felicidad. Fue tanto el éxito y la emoción que los jóvenes decidieron que representarían el papel de Papá Noel cada año.
En la Nochebuena siguiente, no sólo acudieron de nuevo al hospital a visitar y regalar juguetes a los niños sino que también incluyeron en su visita a varias mujeres internadas en el hospital y que tenían ya muchos años de vida. Las ancianitas acabaron la noche contentísimas de ver que alguien se acordaba de ellas y que les había traído algunos regalos.
Al tercer año la visita y entrega de regalos se hizo no sólo a los niños y abuelitas del hospital sino también a algunos niños pobres del vencindario, cuyos papás habían fallecido.
Pero en la cuarta Nochebuena, sin embargo, después de realizar la ronda ya habitual, Papá Noel revisó su saco y descubrió que le habían sobrado algunos juguetes. De modo que los amigos se reunieron para deliberar y decidir qué harían con ellos. Alguien mencionó la existencia de un mísero caserío situado a las afueras de la ciudad, donde vivían algunas familias terríblemente pobres, venidas de países extranjeros.
El grupo decidió dirigirse allí, pensando que el número de familias llegaría a tres como máximo pero, cuando treparon la cuesta de la colina, y se encontraron en medio de la desolada extensión —ya era cerca de la medianoche— el consternado grupo pudo ver a una gran cantidad de personas alineadas a ambos lados de la calle.
Se trataba de niños. Más de treinta niños expectantes. Detrás de ellos no se veían chozas, sino filas y filas de destartalados carromatos. Cuando detuvieron el coche en el que iban, los niños se acercaron corriendo, chillando de júbilo.
Era evidente que habian estado toda la noche esperando pacientemente la llegada de Papá Noel. Alguien —nadie pudo recordar quien— les había dicho que él llegaría, aunque nuestro Papá Noel había llegado unos minutos antes.
Todo el mundo quedó desconcertado, excepto el propio Papá Noel. Él estaba, sencillamente, dominado por el pánico. Sabía que no tenía juguetes suficientes para tantos niños. Finalmente, sin querer decepcionarlos, decidió entregar los pocos juguetes que tenía a los más pequeños. Cuando se terminaran, explicaría lo ocurrido a los más grandes. Esperaba que no se sintieran desilusionados.
De manera que enseguida se encontró encima del capó de su vehiculo con treinta niños deslumbrantemente aseados y vestidos con sus mejores ropas, alineados de menor a mayor, aguardando su turno. A medida que cada niño se aproximaba, Papá Noel revolvía dentro de su saco con el corazón cargado de temor, deseando encontrar por lo menos un juguete más para entregar. Y, por algún milagro, encontró uno cada vez que metió la mano en el saco. Finalmente, cada niño recibió su juguete. Papá Noel miró en el interior de su saco, ahora desinflado. Estaba vacío, tan vacío como debería haber estado veinticuatro niños antes.
Lleno de alivio, soltó un jovial "¡Jo, jo!" y se despidió de los niños. Pero cuando estaba a punto de montar en el coche (los Papás Noel modernos viajan en coche, no con renos), oyó que uno de los niños exclamaba:
—¡Papá Noel, Papá Noel, espera!
Detrás de los matorrales aparecieron dos niños pequeños. Se habían quedado dormidos.
El corazón de Papá Noel dio un vuelco. Esta vez estaba seguro de no tener más juguetes. El saco estaba vacío. Pero cuando los niños se acercaron corriendo y sin aliento, él reunió coraje y volvió a meter la mano en el saco. Y, abracadabra, en él había más regalos.
El grupo de amigos, que actualmente ya son personas mayores, todavía comentan el milagro de esa noche de Navidad. Siguen sin encontrarle explicación. Sólo pueden decir que aquello realmente sucedió.
Por último, te preguntarás que cómo sé esta historia.
Muy sencillo: yo era aquel Papá Noel.
0 comentarios:
Publicar un comentario